De la furgoneta a mi habitación, de la mesa a la estantería y por fin hoy he forrado ese libro que destrocé a golpe de kilómetros en carretera. Las puntas están gastadas, el lomo ha quedado descolgado y la historia se perdió entre curvas de carreteras arboladas. No quiero retomar la historia de un libro que no me gustó y que tampoco terminé pero cada historia tiene su dueño y su fin y como tal merece un respeto y un espacio en la memoria.
Ahora sigo buscando-me en otras historias, entre nubes y pies de cristal, entre músicas que me pierden por tierras francesas, libanesas, germanas y de la infancia. Me acurruco en mí y leo mi historia, mis cuentos, mi novela aún sin terminar. Insisto en no quedarme dormida en aquellos capítulos en los que nada pasa y en no salir corriendo mientras leo aquellos que me producen terror. Cada día una historia y cada noche, en mis sueños, me reconcilio con un personaje. Es una novela extraña, escrita al son de un biorritmo aéreo, que busca también su respeto y su espacio en la memoria.
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Para no responder a semajantes preguntas ha elaborado, con el tiempo, una pantomima tan simple como eficaz: con la mirada clavada en la de su interlocutor, finge entreabrir la boca para contestar y luego la cierra de golpa sin haber pronunciado ni una palabra. Akira Kumo no piensa jamás en Japón; en cambio, una pregunta irrisoria, ridículamente obsesiva, acude con demasiada frecuencia a su mente: ¿por qué un día se apasionó tanto por las nubes? No lo sabe. De hecho, su oficio de modisto le ha enseñado que a menudo es preferible no analizar las cosas y dejar que maduren solas. Pero a veces siente que la respuesta a essa pregunta le espera, agazapada coma una bestia desconocida en la opaca jungla de su memoria; entonces a Akira Kumo le aterra que salte y venga a aniquilarlo de repente.
La teoría de las nubes, Stéphanie Audeguy
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