sábado, 6 de noviembre de 2010

La familia


La distancia puede funcionar en sentido inverso, o no. Parece que aquí, en este núcleo donde vivimos tantos millones entre montañas y rascacielos, aquí donde nadie es de ningún sitio, aquí donde todos dejamos atrás las pequeñas redes agujereadas por las que nuestros corazones se cuelan, aquí todos nos vemos para compartir un vino y divagar sobre nuestros pasados, nuestras realidades, nuestras armaduras de cristal. Incluso nuestras pequeñas mascotas viven en este mundo de desapego forzado, mostrando su lado arisco en ocasiones, sus faltas y sus necesidades. Todos tenemos poros en nuestros cierres herméticos por los que se reclama en voz baja cariño y unidad. Es nuestro sino, nos separamos para volver a encontrar el núcleo que nos fue negado.
Y seguimos dándole vueltas al mismo asunto día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, comida tras comida, despertar tras despertar. Apartando el teléfono que suena con nombres incorrectos para ignorar la realidad del número que no aparece, ocupando los días en nuestras propias vidas para no aceptar el vacío que queda dentro, salpicando nuestro desorden interno de rutina y disciplina para no sangrar con la falta de atención, para que los poros de nuestro envase hermético no supuren demasiado, porque el pasado se fue y el presente a veces ya no es nuestro.
Familias que vienen y van y todo sucede en ciclos, a veces bien y a veces mal. Somos seres cíclicos, menstruales y anuales, esquivos y cobardes. Tragamos, tragamos y tragamos cuando a veces todo podría ser sencillo, demasiado sencillo.
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Por aquellos días, tal como he dicho, nadie me hacía caso a no ser que tropezaran conmigo. Entonces me acordé de aquella botella que daba calor al corazón, y fui a la despensa. Me encaramé sobre uno de los taburetes, y alcancé el frasco milagroso. Lo destapé con cierto esfuerzo y oí un crujido de corcho húmedo, como una risita pequeña, una risita de gnomo. Me eché un par de traguitos, que me parecieron de mejor sabor que la primera vez, y con mucho cuidado la volví a dejar en su sitio. Bajé del taburete y me puse la mano al lado izquierdo del pecho, allí donde, según me habían dicho, estaba el corazón. Pero el corazón hacía su tac-tac habitual, sin que recibiera un calor especial. No sentí nada.
Paraíso inhabitado, Ana María Matute

2 comentarios:

Fer dijo...

¡Qué bien, y fácil, escriben algunos!
Bss

Pekas dijo...

Sabias que Matute significa
"Que se hace de forma oculta o a escondidas..."... ???

Quizás durante una época esa era la única forma de escribir y de leer.. ;-.)))
Voy a seguir leyéndote a escondidas. ;-)))

Un abrazo desde la chimenea.. ;-)))